domingo, noviembre 17, 2024
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Por: Sergio Pérez

El viejecito ocupaba el menor espacio que podía, no quería ser notado ni quería ser una molestia; su necesidad lo orillaba a esa situación. Había quienes se sentían importunados por esa mano arrugada que se extendía con una muda petición de que se le depositara algo. Y muchas veces lo único que recibió fue una mirada desdeñosa.

Por tener que esperar a una persona, estacioné mi automóvil cerca de él y así fue como tuve la oportunidad de observar, como un anciano mendingando, tocaba la vida de los demás, de manera sutil y discreta.

Llegó junto a él un niño, apretando nerviosamente una pequeña moneda, anticipando la sensación de dar, dándole su única posesión y alejándose juguetonamente. Pasó un apurado padre, que lo usó de ejemplo de cómo se ven los robachicos, para intimidar inútilmente a su revoltoso vástago.

Llego, una viejecita, quien no solo le dio una moneda, sino que también le obsequio el calor de una palabra de comprensión y de ánimo, para que se cuidara del frio, que sin misericordia se hacía sentir. Un jubilado, pasó junto a él y en su rostro se leyó un agradecimiento a Dios, por la familia que tenía y por el magro cheque que cada mes recibía; después, un policía, que se hizo el desentendido, al ver el temor en los ojos de alguien completamente inofensivo, que le recordó a su viejo, prosiguiendo su camino imperturbable; posteriormente, otras cincuenta personas y nadie le prestó atención, sumergidas en sus propias necesidades.

Bajé del auto y me dirigí resueltamente a él. Me miró con desesperanza, pensando que yo era el propietario del negocio donde él se refugiaba. ¡Señor! – le dije en voz alta, por si no oía bien. Hace frío y voy al restaurante, ¿me permite que le invite algo? Hizo el intento de negarse a aceptar, pero el frio reinante le dio valor para decidirse… Un mate, por favor… Cuando cumplí su pedido, recibí el gracias más sincero y conmovedor que he escuchado; me agradecía el haberlo hecho sentir humano, por esa pequeña atención que había tenido con él.

Dejó de sentirse, en ese momento, un estorbo, un anciano solitario, un despojo que la sociedad inhumana y fría, esperaba impaciente su desaparición. De repente, fue un recuerdo traído a su estado actual y se sintió con vida, joven y viril, útil y amado.

Pero lo que más me impresionó no fue ese cambio, sino la sabiduría de sus ojos. ¡Porque él sabía que por unas monedas, tocaba las vidas, con su triste ejemplo! Como se han de imaginar, la persona que esperaba, ya me estaba aguardando impaciente. ¡Nunca volteó a ver al anciano y concluí que esa lección, solo era para mí!

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