viernes, noviembre 1, 2024
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Por: Ignacio Solano

Quizá uno de los primeros “pecadillos” que llegamos a confesar en nuestra infancia fueron los de la mentira. Puede ser que confesáramos que habíamos roto el jarrón de mamá y que le habíamos echado la culpa al perro; o que habíamos hecho la tarea, cuando no había sido cierto. Ciertamente, la mentira es como una mala hierba que se va metiendo poco a poco en nuestra alma y se va abriendo paso hasta instalarse por completo en nuestra psicología.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice que hay pecados que se enraízan de tal manera que vencerlos supone una gran lucha. Sabemos que hay pecados tan negros y escandalosos que los cometemos una vez para arrepentirnos siempre, pero ¿qué pasa cuando eso es una “mentirita”? Está tan oculto y agazapado que descubrirlo y erradicarlo supondrá un trabajo titánico.

Para empezar, no hay mentiras pequeñas o grandes; sólo hay mentiras. El mentiroso desde siempre es ese ser que desde antiguo se conoce como el diablo. La forma en que conquistó el corazón de nuestros padres fue por medio de una mentira: “Dios les prohibió comer de todos los árboles del Edén”. Cuando sabemos que Dios sólo había prohibido comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Así que la primera ponzoña de la historia fue clavada con la mentira.

Cuando Dios estableció el pacto con el que convertía a Israel en su pueblo, prohibió la mentira. ¿Por qué? Porque fue el primer medio por el cual el mal lastimó a lo más amado de la creación, desequilibrando toda la armonía del cosmos. Decir mentiras, es realizar una negación existencial de nuestra condición de hijos de Dios, el Dios que Cristo definió como “Camino, Verdad y Vida”.

El pecado es una anulación que el ser humano hace de sí mismo en su llamada a la plenitud. ¿Por qué a Dios le ofende el pecado? Porque le duele que el pecado ensucie la imagen bella que puso en nosotros. Dios no es un policía que nos vigila en todo lo que hacemos, sino un padre amoroso que quiere lo mejor para sus hijos. Los buenos padres quieren que sus hijos crezcan en la plena realización de sí mismos y el vivir en la mentira es una negación absoluta del propio ser, creado para vivir en la verdad.

Los cristianos hemos de luchar por ser tales que no tengamos que jurar ni prometer para que nos crean, sino vivir de tal manera que nuestra palabra tenga tal peso que se baste por ella misma.

Goebbels, cómplice de la Shoah en la Segunda Guerra Mundial decía que si una mentira se decía tan fuerte y tantas veces se convertiría en verdad. Ahora sabemos que todas sus mentiras quedaron descubiertas y pese a los negacionistas, el holocausto ocurrió, así como el genocidio armenio que sin miedo a no ser “políticamente correcto”, denunció el Papa Francisco y que le costó los ataques de poderosos.

Nosotros, los hijos de la Iglesia, estamos llamados a vivir en la verdad, no importa lo que cueste y lo que perdamos ante el mundo, como explicó tan claro el Papa emérito, “esa verdad no debe ser el ataque venenoso que denigre, sino la caridad en la verdad que dignifique nuestras relaciones y a las demás personas”.

 

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