viernes, julio 26, 2024
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San Antonio Abad
San Antonio nació hacia el 250 en Queman, al sur de Menfis, Egipto. A los 18 años quedó huérfano, con una hermana más pequeña y un rico patrimonio que no le duró mucho tiempo: entrando un día en la Iglesia escuchó esta lectura del Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres…». Así lo hizo: vendió todo lo que tenía, dio el dinero a los pobres, confió el cuidado de su hermana a unas vírgenes consagradas y se retiró al desierto para buscar a Dios en la soledad.
Se refugió en una tumba excavada en las montañas, pero su fama de santidad no tardó en propagarse. Unos acudían hasta el refugio para buscar consejo, otros para pedir milagros, y otros aún –los menos ciertamente– iban dispuestos a quedarse para imitar su estilo de vida. Acogía a todos con gran espíritu de caridad y, cuando en el 305 decidió abrir su retiro a quienes anhelaban quedarse con él, no tardó en poblarse de eremitas.
En el 311, durante la persecución de Maximino Daja en Egipto, san Antonio, con algunos de sus monjes, se dedicó a confortar a los cristianos. Después se retiró al desierto del alto Egipto buscando siempre mayor soledad y penitencia. No obstante la dureza de sus penitencias, tenía un gran sentido de equilibrio y prudencia, por ello, a los eremitas que se ponían bajo su dirección no les permitía hacer sacrificios extravagantes. Más que la austeridad misma, san Antonio recomendaba la pureza de alma y una gran confianza en Dios.

Preocupado por la fama que había adquirido sin buscarla, en el 312 quiso huir uniéndose a una caravana de beduinos y adentrándose en el desierto hasta llegar al monte Coltzim. Pero sus discípulos no tardaron en encontrarlo y fueron estableciéndose en las cercanías formando pequeñas comunidades a las que el santo visitaba de vez en cuando. De esta forma tan sencilla y sin buscarlo, nuestro santo dio inicio a lo que más tarde se conocería como “vida cenobítica” o “monástica”. Más allá de sus dotes carismáticas y de los milagros que rodearon su vida, san Antonio fue un verdadero padre para sus monjes, hombre de una espiritualidad incisiva y siempre fiel a la esencia del mensaje evangélico. La tradición dice que murió entorno al 356.
                                                                                                                            Se le conoce como el patrón de los animalitos.
APORTACIÓN PARA LA ORACIÓN
La vida de este santo ha sido fuente de inspiración para muchos fundadores de órdenes monásticas y su mensaje de confianza ilimitada en Dios sigue siendo actual. Ante las tribulaciones que le venían, bien sea de las tentaciones que el demonio le presentaba o bien de su anhelo de soledad frustrado por la gente que lo buscaba, supo mostrarse siempre alegre, precisamente por su confianza en Dios. Esta virtud fue, tal vez, una de las más vividas por San Antonio y que solía animar a todos a pedirle continuamente a Dios en su oración.
Y otro punto fundamental de su doctrina era la meditación de los novísimos (la muerte, el juicio, el purgatorio, el infierno, el cielo, …). Según el Abad de Egipto, esta contemplación fortalecía el alma contra las pasiones y el demonio. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Y esta oración debe ir acompañada del sacrificio, la humidad, el amor a los pobres, la suavidad de las costumbres y, sobre todo, de un ardiente amor a Cristo.
DISCÍPULOS Y MONASTERIOS
En efecto, le llovían muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a fundar va­rios monasterios, casi todos constituidos por celdas independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenía que atravesar, y lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte, haciéndoles imaginar que no terminarían el día o la noche. Santa Teresa escribe que parece que algunas monjas parece que han venido al convento para no morirse. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que ésta, en consecuencia hay que disfrutarla y procurar no morirse nunca, tal es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. Antonio educaba a sus discípulos en el ma­yor desprecio al demonio. “Es un ser -les decía- que teme la oración, el ayuno y las buenas obras. No es capaz ni siquiera de detenerme cuando hablo mal de él. En el año 311 Antonio se presentó en la ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a con­solar a los posibles mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde salió para fundar otro monasterio, cer­ca del Nilo, aunque él siguió viviendo en su montaña. Allí continuó alternando el trabajo manual con la oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.

SAN JÉRONIMO Y DIDIMO EL CIEGO
Cuenta San Jerónimo que durante su estancia se encontró con el famoso filósofo cristiano Didimo el Ciego, al que con­soló diciendo que debía apreciar más la luz de Dios y de su amor que la de los ojos, que nos es común hasta con los gusanos. Lo mismo San Jerónimo que San Atanasio nos refieren sus disputas con los filósofos paganos, a algunos respondió que no necesitaba de libros en su retiro, contemplando el de la naturaleza, frase que Juan Pablo II repetía en sus cortas vacaciones entre montañas. A algunos, que intentaban reírse de su falta de letras, les preguntó qué era más intere­sante, si los libros o el buen sentido que los inspiraba. “El buen sentido”, le dijeron. “Pues ése lo tengo yo.
San Jerónimo cita varias cartas del Santo dirigidas a sus monjes. En ellas les recomienda como necesario para cada escalón de la santidad el conocimiento de sí mismo. San Ata­nasio nos ha conservado la que contestó a Constantino el Grande y sus dos hijos recomendándoles que no se olvida­ran del juicio. “No os maraville –decía a sus monjes– que el emperador haya escrito a un hombre como yo. Maravillaos de que Dios nos haya hablado por medio de su Hijo: Cuando los suyos se asombraron del número de vocaciones religiosas, él les anunció con lágrimas en los ojos que llegaría el día en que los monjes habitarían en buenos edificios en las ciudades, comerían en abastecidas mesas, y no se diferenciarían de los seglares más que en el vestido. Hoy ni siquiera en eso.

COMO JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO
Si refiriéndose a Juan Bautista Jesús hizo el elogio mayor que brotó de sus labios, hoy, tomándolo del evangelio, la Iglesia puede decir lo mismo de Antonio. Aquel egipcio analfabe­to y tosco con sus cien años de historia casi en su totali­dad pasados en soledad y silencio, es uno de los hombres de Dios que más han influido en la construcción del Reino de Dios. Pedro está a la cabeza de los papas y obispos, Pablo al frente de doctores y misione­ros, Esteban el primero de los mártires, Antonio el funda­dor de doctores de la santidad. Tras él monjes, frailes, religiosos todos le siguen como a pastor y padre. He aquí su obra que ni él mismo pudo nunca medir y agradecer debidamente a Dios. La vida humana como una búsqueda absoluta de santidad, la vida humana resuel­ta según este único afán y propósito, ese fue su invento, su hallazgo genial, su sistematización del evangelio para ofrecer un género de vida original y extraño. pero tan profundo y definitivo que todos los demás fundadores han aplicado su invención a cada tiempo. Su vida pues, obtiene todo el valor de una voz que se alza en el desierto, invitando desde allí a los elegidos del Señor, a seguir su senda.
Otros escribirán tratados, otros recorrerán el mundo, otros derramarán su sangre, Antonio sobre aquellos arenales junto a Menfis encenderá una hoguera para orientar a los generosos tras las huellas del Señor. Empezó tomando a la letra aquello de “ve y vende todo lo que tienes…” Tenía dieciocho años, no sabía leer ni escribir, no era más que un pobre ignorante, que entendió a Dios. Lo vendió todo y siguió a Cristo buscándole en la soledad. Primero junto a su casa, después escondido en un sepulcro, al fin la inmensa soledad de los desiertos. Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad, te­nía que surgir, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la tierra, llevaba la vida y la verdad. A él acudían de todos lados los buscadores de Dios. Arreciaba la última per­secución; justo el año en que Diocleciano subía a emperador de Roma.

MAESTRO DE SANTIDAD
Fue San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban los chacales del desierto. Los temas elemen­tales de aquella soberana pedagogía se reducían a tres; modo fuerte de luchar contra los demonios, un modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretación de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios combaten a los monjes, cosa que no hacen con los mundanos. La oración y el ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al demonio cuando éste se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz. Podemos creer que a él se debe desde entonces la costumbre de hacer la señal de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos del Señor. Su vida monacal es su servicio, servicio pues el canto de los salmos a hora prima y a hora tercia, servicio, la penitencia y la abstinencia, servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos. Servicio y es­pera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trasciende y explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplicable: aquella manera de vivir. Antonio no cesa de inculcar que la vida es breve y la eternidad es sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es incierta, lo que obliga a estar siempre en espera, en tensión siempre. Apenas nada más encontramos en aquellas exhortacio­nes paternas de Antonio a los suyos.

LA ALEGRIA DEL ESPÍRITU
Su austeridad extrema puede in­ducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de un hombre pe­simista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es así. Una mina deliciosa de optimismo encontramos en la doctrina de Antonio. El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra alma. “Su integridad principal, nos dice, no ha sido manchada nunca por nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en guardar el alma buena que el Creador nos dio. Es tal el optimismo de este santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau estas animosas palabras del santo que no se fue a la Arcadia sino al desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que saber esperarlo alegre­mente. Frente a la angustia de los tiempos modernos, que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía y alianza de las dos posiciones contra­rias a lo nuestro, la dureza y la alegría!

SU MUERTE
A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia, enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es muy variada. Suele representársele con un báculo en forma de cruz, por su dignidad abacial. o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y algunas vez con unas llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía un cascabel en la nariz y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en el canon de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había retirado con los dos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de sus discípulos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, “ya me verán, dijo sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre”.

Bendición de mascotas por la festividad de San Antonio Abad

El 17 de enero los católicos suelen acudir a los templos para bendecir a sus mascotas, coincidiendo con la celebración de San Antonio Abad, patrón de los animales.

Según los relatos de San Jerónimo sobre la vida de Pablo el ermitaño se cuenta que Antonio fue a visitarlo en su edad madura y lo dirigió en la vida monástica. Ahí, un cuervo que traía diariamente un pan a Pablo recibió al abad trayéndole un pan también a él. Cuando murió Pablo, Antonio lo enterró con la ayuda de dos leones y otros animales. Es por eso que es el patrón de los animales y de los sepultureros.
También se cuenta que una vez se le acercó una jabalí con sus cachorros que estaban ciegos. Ante esto San Antonio curó a los cachorros de su ceguera y desde entonces la madre no se separó de él y se dedicó a protegerlo de cualquier peligro que se acercara.
En el arte sacro occidental se representa a San Antonio Abad con un cerdo a los pies del santo. De acuerdo con algunos especialistas, ese cerdo representa a los demonios que fue capaz de someter. Otras leyendas hablan de que el monje se encontró con una cerda y su lechón enfermo, a lo que el Santo los bendijo y los curó.
En los inicios de la devoción de San Antonio Abad, los caballos, las mulas y los asnos eran animales indispensables para los trabajos del campo o el transporte de personas y mercancías, para tener protección divina, los dueños de los animales los bendecían en busca de protección de enfermedades o accidentes durante todo el año.
En la antigüedad, los campesinos o arrieros cepillaban sus animales y preparaban para llevarlos a bendecir. Esta acción se solía hacer, por norma general, delante de la iglesia.
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