sábado, julio 27, 2024
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Segundo domingo del tiempo ordinario

Ciclo b

Evangelio: Juan 1,35-42

Juan sitúa la llamada de los primeros discípulos en el «tercer día» de la primera sección de su evangelio (Jn 1,19-2,11): la «semana inaugural» que culmina en las bodas de Cana. El encuentro entre Jesús y los discípulos tiene lugar a través de la presencia de un testigo, el Bautista. Este último es capaz de ir más allá de las apariencias, abriéndose a una mirada de fe que sabe reconocer el misterio que mora en Jesús, una mirada que comunica a dos de sus discípulos que estaban allí presentes: «Éste es el Cordero de Dios» (v. 36). Aquel que derrama su propia sangre para hacer presente al Dios del Éxodo, al Dios de la renovación de la vida (Jn 19, 36).

La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros discípulos ocurren como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel (primera lectura) y todavía más el Bautista con sus dos discípulos.

Con todo, para llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado, por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él».

 

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