Por: Padre José Luis Bautista.
Hace unos días, mientras concluía la lectura del magnífico libro La devoción a la Virgen de los próceres de la Independencia del Pbro. Ramón Vinke, llegue a la conclusión de que la mejor manera en la cual podría celebrar el mes de la independencia en este año extraordinario del 2020, seria mediante un sencillo homenaje al papel de la figura de María en las luchas que llevaron a los distintos Virreinatos a la autodeterminación durante las primeras décadas del siglo XIX y cuya importancia fue, a todas luces, fundamental para entender. no solamente ese episodio fundacional en nuestra patria, sino también en los distintos procesos análogos que se presentaron a lo largo y ancho del continente y con ese propósito he escrito el siguiente texto.
Y es que ¿quién podría olvidar que, el primer símbolo del movimiento independentista comenzado por don Miguel Hidalgo aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores, fue la efigie de María de Guadalupe? Y que, en las palabras de Jean Meyer en su libro México, de una revolución a otra. Durante su juicio en julio de 1811 el propio Cura admitiría: “que había tomado el estandarte de la Virgen María del templo de Atotonilco en Guanajuato con el propósito de exaltar a la gente y enardecerlos en la batalla” Fenómeno extraordinario, que tal como señalaba Lucas Alamán, era imposible de entender sino se comprendía la importancia del milagro Guadalupano como un factor de unidad y una fuente de identidad para los mexicanos. Pues, ateniéndonos al significado de este término, cuyo origen proviene de la palabra latina identĭtas que designa al conjunto de rasgos propios de un sujeto, de una comunidad, de un estado, o de un país. Siendo estas características las que diferencian al individuo (o grupos de individuos) frente a los demás y que, igualmente está vinculado a la conciencia que una persona tiene sobre sí misma, sobre su entorno, sus costumbres, su idioma, su religión etc.
Por tanto, al hablar de “identidad” a un nivel grupal, hablamos de los rasgos propios que cada comunidad comparte (a nivel cultural, lingüístico, religioso, etc.) Y que componen y definen su sentimiento de pertenencia a un grupo. Y en nuestro caso particular, si ha habido un rasgo que nos ha unido a lo largo de nuestra historia, más allá de nuestras diferencias y por sobre cualquiera de nuestros “símbolos patrios” es sin duda la imagen de María de Guadalupe. Ya que, citando lo dicho por el célebre abogado liberal -y profundamente anticatólico- Ignacio Manuel Altamirano: “El día en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido, no solo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo mismo de los moradores del México actual” Y es que, aun a pesar de su profunda aversión por la religión, el “Nigromante” reconocía un hecho incontrovertible. Que, si queremos hablar de la identidad de México, debemos hacerlo también de las apariciones, ocurridas durante diciembre de 1531 y del enorme impacto que han tenido para nuestra patria.
Por ello, antes de adentrarme en la etapa de la Independencia, deseo regresar por un momento al prodigio que sucedió en ese invierno. Ya que apenas un año antes, en 1530 cuando fray Juan de Zumárraga tomo posesión como primer obispo de México, la ciudad que comenzaba a construirse en el lugar en donde había estado la formidable Tenochtitlan se encontraba en una situación difícil y compleja. Pues los abusos de los encomenderos, sumados a las epidemias que diezmaban brutalmente a una población indígena que ya se encontraba postrada por la derrota, y al ambiente de tensión que se iba incrementando entre los españoles -hasta el punto en que el obispo fue víctima de un atentado- hacían parecer que un estallido político y social era inminente. Hasta el punto en que el mismo obispo llegó a expresar: “Si Dios no provee remedio de su mano, la tierra está en punto de perderse.”
Palabras que, hacían eco a un sentimiento de inquietud e impotencia que muchos compartían, pero que cambiaría radicalmente luego de las Apariciones, pues apenas 15 años después de las mismas y poco antes de fallecer, Zumárraga manifestaría su satisfacción al expresar su alegría “por morir desgastado luego de llevar a tantos nuevos cristianos, los sacramentos y la gracia de Dios.” Satisfacción que estaba plenamente justificada, porque las conversiones comenzaron a multiplicarse de forma masiva a la par de la estabilización de las primeras instituciones virreinales a partir del año de 1535. Lo que habría sido imposible de lograr sin la presencia de Maria de Guadalupe. Algo que queda plenamente reflejado al leer las palabras del historiador José Manuel Villalpando: “La presencia de la Virgen de Guadalupe tuvo una gran importancia en la formación de la identidad de los Novohispanos, casi desde el momento mismo en que sucedieron. Pues los hizo convencerse de que el Virreinato era una especie de Nueva Jerusalén, elegido por la propia madre de Dios, para dejar constancia de su presencia en forma de la imagen plasmada en el ayate de Juan Diego.”
Una conciencia que no hizo sino incrementarse con el paso del tiempo, pues en el gran conjunto de reinos y estados que formaban parte de la Monarquía Española, lo que daba una identidad particular, a la par de un enorme orgullo a los Novohispanos, era ese sentimiento de saberse elegidos por Maria, lo que, en su opinión, los diferenciaba y distinguía de todos los otros súbditos del rey católico. Lo que llegaría al paroxismo con las palabras dichas por el Papa Benedicto XIV el 25 de mayo de 1754, tras confirmar el Patronato de la Virgen del Tepeyac sobre el Virreinato, y que tras contemplar extasiado una copia de la Guadalupana, que pintada por Miguel Cabrera, fue llevada como regalo para Su Santidad, el cual luego de examinarla, pronunció la frase del salmo 147 que se ha mantenido en el tiempo como un motivo de orgullo para todos nosotros: “non fecit taliter omni nationi”, “No hizo cosa igual con otra nación.”
Así que, podemos afirmar que el hecho Guadalupano no solo ha sido fundamental en la formación de nuestra identidad, sino que de hecho fue el principal catalizador de esta, pues su importancia para nuestro pueblo ya era capital mucho antes de que alcanzáramos la independencia como nación. Y su valor era tal, que, citando las palabras de Vinke, sería nada menos que Simón Bolívar quien afirmaría en el año de 1815 en uno de sus textos más celebrados, la llamada “Carta de Jamaica”: “Felizmente los directores de la independencia de México han aprovechado la enorme adoración que ese pueblo tiene hacia la famosa virgen de Guadalupe y la han proclamado reina de las Américas, invocándola en todos sus actos y llevándola en banderas a la lucha, con esto el mayor símbolo de aquella nación ha formado una mezcla de religión y política, que ha producido un enorme frenesí de libertad. La veneración en México de esa imagen es mucho más grande y exaltada de lo que ningún político o profeta podría lograr” Y con todo esto en mente podemos ver en el gesto de Hidalgo, no solamente “un arrebato” sino un gesto político brillante, que delataba su profundo conocimiento de los sentimientos de sus feligreses, que veían en el estandarte guadalupano un símbolo de todo lo que representaba pertenecer a esta tierra y sin lo cual, no puede entenderse el fervor con el cual decenas y decenas de miles de personas, lo seguirían durante aquel frenesí que se extendería desde septiembre de 1810 hasta julio del año siguiente, en el cual, tras la detención, juicio y ejecución del llamado “padre de la patria” parecería extinguirse, pero que, capitaneado por uno de sus antiguos discípulos, se convertiría en un verdadero movimiento unificado y nacional, simbolizado por la misma imagen de María.
Pues, si en el gesto de Hidalgo, podemos quizá encontrar una intención política, el amor y devoción de su sucesor al frente del movimiento, el generalísimo José María Morelos por la morenita del Tepeyac, era total y absoluto. Siendo un perfecto reflejo del fervor del pueblo por nuestra madre y que se mostraba desde los honores con los cuales la rodeo, tales como decretar el día 12 de diciembre como fiesta nacional dedicada: “a nuestra patrona de la libertad” hasta la orden de calzar el sello del congreso de Chilpancingo con el anagrama guadalupano y declarar durante sus sesiones que: “ la América Septentrional espera más que en sus propias fuerzas en el poder de Dios y la intercesión de su Santísima Madre, que en su portentosa imagen de Guadalupe aparecida en las entrañas del Tepeyac para nuestro consuelo, visiblemente nos consuela en esta lucha y nos guie hacia la victoria.”
Victoria, que, aunque Morelos no llegaría a ver, se alcanzaría sobre las bases que él ya había expuesto en sus Sentimientos de la Nación en los cuales pugnaba por la abolición de las castas y la unidad de todos los habitantes de la nación en ciernes, sin distinción ninguna, bajo el amparo y la intercesión de María de Guadalupe y que, finalmente se lograría tras once años de guerra, cuando el coronel Agustín de Iturbide lanzaría el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821 en el que, proclamaba esos mismos principios y que lo llevarían a decretar, tras su triunfo y la consiguiente consumación de la Independencia, la instauración de la “Orden imperial de Guadalupe” el 20 de febrero de 1822 con el propósito de premiar: “los héroes que han contribuido con su esfuerzo, sangre y valor a la consecución de nuestra libertad” la cual sería nombrada en honor de: “la devoción que tienen todos los habitantes del Imperio a la Santísima Madre de Dios, bajo su advocación de Guadalupe.” Y que, si bien resultaría ser tan efímera como su imperio, es una prueba más de que, lo único que unía a la nueva nación era su devoción a la Guadalupana y que se demuestra en la decisión que tomaría el general José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix. El cual, tras haber sido el principal responsable en el derrocamiento de Iturbide, adoptaría como nombre, tras su elección como el primer presidente de nuestra historia, el de “Guadalupe Victoria” con el cual ha pasado a la historia. Pues afirmo que, con ese gesto deseaba: “Conmemorar a la victoria de la nación mexicana en la lucha por su libertad y al mismo tiempo, rendir un homenaje a María de Guadalupe, sin cuyo amparo, la Independencia habría sido una empresa imposible de lograr.” Imposible, porque, tal y expuso el escritor y periodista Francisco Bulnes: “El culto a la virgen Morena es el único vínculo real que nos une como nación más allá de todas nuestras tragedias y enfrentamientos y el día que desapareciese la veneración a la imagen de Guadalupe, la nación mexicana misma desaparecería con ella.” Y lo haría porque los mexicanos hemos encontrado en ella, nuestro consuelo y nuestra principal intercesora y que en las palabras de Justo Sierra: “Cuando los mexicanos se arrodillan frente al altar de María de Guadalupe, su madre, lo hacen sin distinción de origen y al contarle sus penas y esperanzas se convierten en iguales ante ella, en su dialogo intimo que tiene como respuesta perenne la dulce mirada de la imagen, reflejo de todos nuestros sufrimientos y alegrías.”
Y es que, tal y como lo he sostenido en muchas ocasiones, nosotros los católicos somos profundamente afortunados al tener en María a nuestra mayor intercesora, una que tiene como uno de sus mayores atributos, el del don de lenguas, que le ha permitido, identificarse con las esperanzas, proyectos y aun con los sufrimientos de cada uno de los pueblos que componen nuestra América y que no solo han sido motivo de alegría y orgullo para todos los latinoamericanos, que a través de sus distintas advocaciones han encontrado en ella, consuelo, esperanza y una inspiración para sus luchas nacionales pues ¿Qué católico puede evocar el pensamiento de Argentina, Colombia o Perú sin pensar respectivamente en Nuestra Señora de Lujan, de Chiquinquirá y de la Merced? Las cuales sin detrimento ninguno del patronazgo de la Guadalupana sobre todo el continente, se han ido convirtiendo en símbolos de identidad para sus respectivos pueblos, tanto como la ha sido nuestra morenita para nosotros.
Símbolo que, como bien señala el padre Vinke en su ensayo, inspiro no solamente al pueblo en su lucha por la libertad en los distintos Virreinatos, ya fuera en la Nueva España, el Perú, Nueva Granada o la región de la Plata y desde la ciudad de México, hasta Buenos Aires, pasando por Lima o Caracas, sino que también tuvo un papel preponderante en el pensamiento y la religiosidad de los principales caudillos de la independencia, pues mientras Hidalgo y Morelos tomaban como símbolo y bandera a María de Guadalupe, Belgrano, San Martín, Sucre, Bolívar y otros hacían lo mismo en sus respectivos lugares de acción, encomendándose a la bondad e intercesión Mariana para que iluminara sus caminos y los llevase hacia la victoria. Pero que desgraciadamente, algunos historiadores e ideólogos movidos por el odio y el fanatismo han decidido omitir o negar, para tratar de desvincular la historia de nuestras naciones de su origen cristiano.
Y sin embargo los ejemplos de lo que afirmo, son tantos y tan numerosos que es imposible hacer un recuento de la emancipación de la Metrópoli, sin mencionar el papel que jugó la devoción Mariana como un factor de cohesión e inspiración durante la lucha. Porque ¿Cómo podríamos hablar del general Manuel Belgrano, héroe de la independencia de Argentina, el Paraguay y Perú sin mencionar su profunda religiosidad? La cual quedo plenamente verificada el 24 de septiembre de 1812, antes de librar su batalla más famosa en Túcuman en la cual puso mediante un voto a todo su ejército (el cual se encontraba en una situación de franca inferioridad, ya que apenas contaba con 1,800 hombres y 4 cañones, frente a los más de 3,000 soldados y 13 piezas de artillería de los realistas) bajo la protección de María en su advocación de la Merced, la cual celebraba su fiesta en ese día mediante una proclama en que decía: “La Santísima Virgen de las Mercedes, a quien he encomendado la suerte del ejército, es la que ha de arrancar a los enemigos la victoria”. Y tras conseguir un triunfo inesperado y total que seria fundamental para garantizar los límites territoriales de lo que hoy en día es la República Argentina declararía en una carta enviada al Gobierno de Buenos Aires: “La Patria puede gloriarse de la completa victoria que han obtenido sus armas en el día 24 del corriente, día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos”.
O del general José de San Martín, considerado como uno de los más ilustres héroes del panteón nacional de Chile y Perú, además de la misma Argentina de la cual es considerado como “el padre de la patria.” Y cuyo Ejército de los Andes se puso bajo el amparo y la protección de la Virgen del Carmen a la cual proclamo como: “su patrona” acción que, fue imitada sus aliados del llamado Ejército de Chile del también general Bernardo O’Higgins y que fue seguida antes de su victoria en batalla de Maipú, por el pueblo de la ciudad de Santiago de Chile, el cual de forma masiva se reunió el 14 de marzo de 1818 en la Catedral: “en la cual ofrecieron erigirle un templo a Nuestra Señora del Carmen como ofrenda por su intercesión en la batalla que se cernía sobre ellos.” Promesa que, tras la independencia, cumplirían con gran devoción.
Pasando por la devoción que varios de los líderes de la independencia de la Republica de Venezuela manifestaron por la Inmaculada Concepción, de lo cual da testimonio el voto que hizo el general José Félix Ribas “encomendándose a su intercesión” Antes de que librase la batalla de La Victoria el 12 de febrero de 1814, la cual concluyó con un triunfo tan inesperado como el que luego se vería en la batalla de Túcuman, ya que mientras las fuerzas bajo el mando su, eran menos de 1,500 jóvenes reclutas, los hombres que enfrentaron eran al menos 2,200 jinetes y entre 1,000 a 1,900 soldados de infantería, lo que revestiría su triunfo de un aire milagroso y que llevaría al Cabildo de Caracas a secundar su voto, el cual también seria seguido por los sacerdotes Juan Bautista Pey de Andrade y José Domingo Duquesne, administradores del Arzobispado de Santa Fe de Bogotá. Sin olvidar el voto que hicieron mediante un decreto publicado el 1 de diciembre de 1825, los generales Antonio José de Sucre, José María Córdova, José de La Mar y Agustín Gamarra del Ejército Unido Libertador tras la gran victoria en la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824, en el cual proclamaban: “El voto de los Generales y jefes del Ejército Unido Libertador a la Madre de Dios, bajo la advocación de la Purísima Concepción, por la victoria de Ayacucho.” Y que: “Se celebrará todos los años solemnemente el Octavario de la expresada fiesta en la Iglesia Catedral de esta ciudad de Lima, con asistencia del Gobierno, tribunales y cuerpos a las horas acostumbradas.”
Sin olvidar el amor y devoción por la Virgen de la Merced -que previamente había sido proclamada patrona del Ejército Unido Libertador del Perú- que sentían los habitantes de la ciudad de Quito y que fue expresada por su Municipalidad mediante un voto, idéntico a los que ya he citado, luego de la victoria conseguida por el mencionado Antonio José de Sucre en compañía del general peruano Andrés de Santa Cruz el 24 de mayo de 1822 o de la invocación que hicieron los habitantes de Cartagena de Indias a la Virgen de la Candelaria de la Popa durante el terrible sitio que sufrieron en 1815 o el homenaje que los llamados Treinta y Tres Orientales hicieron a la Virgen María, tras su campaña en 1825, la cual sería decisiva para la independencia de Uruguay, hasta el punto en el cual, la pequeña imagen Mariana que simbolizo su lucha, acabaría siendo conocida como “Nuestra Señora de los Treinta y Tres”
Y, aunque existen decenas y decenas de otros ejemplos de fe hacia María Santísima por parte de los hombres y mujeres que lucharon en pos de la independencia durante aquellos tiempos tempestuosos, deseo concluir mencionando algunos hechos que involucran al más universal de todos los personajes ilustres de ese periodo, el gran Simón Bolívar a quien ya he mencionado por la sagaz observación que hizo sobre la importancia de la imagen Guadalupana para la independencia de nuestro país, pero que así mismo nos dejo otros muchos testimonios de su apego por la figura de María: tales como la invocación que su ejercito hizo a la Virgen del Rosario de Tutazá, encomendándose a su protección antes de su victoria en la batalla del Pantano de Vargas en 1819 o el voto efectuado a Nuestra Señora de Coromoto, patrona de Venezuela, para que lo guiará durante el llamado “paso por Guanare” momento clave de la campaña que finalizaría con su vitoria en la batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821 sin olvidar la famosa visita que realizó al gran santuario de la Virgen de la Candelaria de Copacabana en Bolivia: “acaso el más importante de los santuarios Marianos de la América del Sur por la gran afluencia de fieles.” Y que recibió al ilustre general en medio de una gran algarabía como parte de los festejos que se dieron al termino de las campañas militares en contra de los realistas en el Cono Sur.
Lo cual, me lleva a concluir este texto, realizando yo mismo una humilde y devota suplica a Nuestra Señora, para que ruegue por nosotros, no solamente porque logremos atravesar este momento trágico y terrible de la pandemia generada por el Covid-19 que ha enlutado a tantos cientos de miles de personas, sino también para que todos nos veamos como lo que somos, hermanos entre nosotros e hijos de Dios y de ella, por voluntad de su divino hijo, Nuestro Señor Jesucristo