martes, abril 16, 2024
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“Hasta los confines de la tierra”.

(Hch 1, 8)

Con la fuerza del Espíritu se actúa en la evangelización

Por: Pbro. Lic Antonio Castillo Villegas

Espíritu Santo

Pentecostés es celebrar el día en que el Espíritu Santo vino a morar entre nosotros (Hch 2). Así es como la experiencia pascual del Señor resucitado se vive y actúa en la comunidad. Al meditar sobre el Espíritu Santo, descubrimos que es la fiesta de la unión, de la comunión y de la misión. La narración en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-47) es para nosotros un bello resumen de la eclesiología católica y, sobre todo, nos enseña el momento en que el Espíritu Santo se muestra no como teoría teológica, sino que más bien alcanza un verdadero significado en nuestra vida cristiana.

Apóstoles convertidos en testigos
Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cf. Hch 1, 8; 2, 17-18) infundiéndoles una serena audacia y amor que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima, otorgando así la capacidad de testimoniar a Jesús con docilidad amorosa al servicio de la misión en el mundo.

Colmados del amor de Dios
Al afirmar que todos estamos llenos del Espíritu Santo, estamos ratificando que todos fuimos colmados del Amor de Dios. Ese Amor inmenso, rompiendo el límite humano, inunda con grande ímpetu, pero no para destruir, sino para crear la vida y trasfigurar el mundo entero (Rom 5, 5). Aquí es Dios que mediante Pentecostés, puede compartir su vida y su amor con cada una de sus creaturas, como lo muestra Éxodo: “es un Dios dinámico, personal, capaz de sufrir por la situación de los suyos (cfr. Ex 3, 7.14), que se hace sentir como una nube (cfr. Ex 13, 21; 14, 19.20; 33, 9; 40, 34; Nm 12, 5; 16, 42) y como columna de fuego (cfr. Ex 13, 21; 14, 24; Dt 4, 24) para proteger e iluminar el caminar de su pueblo en el desierto, se puede decir que se presenta y se sigue presentando como el ‹‹Yo soy aquel que está aquí por ustedes, que está con ustedes, que es cercano a ustedes››” (Cfr. PGP 116). Esto es lo que en la Nueva Evangelización se muestra como la tarea primordial, la Gracia del Espíritu Santo que empuja a la Iglesia a salir del cenáculo, caminar por las plazas, entrar en los hogares y anunciar el grande amor de Dios para todos los hombres.

Una Iglesia portadora de Cristo
Es bajo la luz del Espíritu donde la fe cristiana se abre al encuentro de las “gentes” y el testimonio de Cristo abriga los lugares y personas más alejadas. Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, más allá de las barreras que en ocasiones tenemos o ponemos para una misión verdaderamente universal, que nos deje ver a Cristo que ha venido a Salvarnos, que viene a nuestro encuentro en aquel que es menos ante los ojos del mundo; “por lo que una Iglesia en salida debe ser portadora de Cristo y a la vez debe recibir a Cristo al acoger a los necesitados, en ellos Dios nos regala la oportunidad de exaltar la misericordia que entendemos como la capacidad de ‘darnos a los más pobres’, ‘inclinarnos para proteger’, enseñar a mirar con amor una necesidad; la posibilidad de ‘dar vida’ donde todos ven muerte; es ‘fidelidad’, lealtad y solidaridad a Dios y al prójimo”(PGP 138). Es decir, el Espíritu mueve al grupo de los creyentes a formar comunidad, a ser Iglesia.

Ser uno en Cristo
La fiesta del Espíritu Santo nos lleva a descubrir, que si aspiramos llegar a la santidad, debe darse en nosotros una conversión radical, dejar de estar únicamente reducidos en nosotros mismos, para comenzar a vivir unidos en Cristo Resucitado y Glorioso. San Pablo invita a vivir este mandato misional, pero solo cuando se vive para el Señor (2Cor 5, 14-16), ya que el verdadero misionero no está centrado en sí mismo, sino que toda su vida está dirigida al Señor, que es el centro de todo, especialmente de su corazón.
Toda nuestra vida, bautismo, conversión, evangelización, puede ser o un babel o un pentecostés de acuerdo a como nos dejamos iluminar por la gracia santificante del Espíritu que nos deja conocer más la vida de Dios.

Revelar la persona de Cristo
El Concilio Vaticano II nos recuerda que todos los bautizados somos responsables del anuncio de la vida del Resucitado, convirtiéndonos así en profetas desde la respuesta de nuestra vocación personal (AG 7). Ser profeta no consiste en anunciar una salvación futura en los últimos días, consiste en revelar la persona de Cristo vivo, resucitado y presente, pero despreciado y escondido en el mundo; consiste en acompañar a la Iglesia en los desconocidos desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo. Es ahí donde la Iglesia, que vive para evangelizar, reconoce que posee por tarea anunciar el Reino y colaborar en su crecimiento, como germen de la vida en Cristo (LG 3, 5, 8), anhelando su identificación total con el Evangelio que anuncia.

Ser comunidad cristiana
Del acogimiento del Kerigma, pasando por la conversión, nace la comunidad cristiana que responde a la alegría, a la unidad fraterna, como modelo de una auténtica comunidad cristiana. El elemento vital de evangelización es la comunidad que por su testimonio atrae a más hermanos a vivir el regocijo, la alegría y verdad del Espíritu, el gozo de ser cristianos y complacerse del amor de Dios. Es el Espíritu Santo que llevará a la comunidad a través la escucha del Evangelio, tener “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32), en la comunión fraterna, en la oración y la Eucaristía es donde la Gracia de Espíritu en koinonía une nuestra vida con la vida del Resucitado. Significa instaura una comunión bajo todos los aspectos: humano, espiritual y material. Solo en la Unción del Espíritu se conoce y entiende a Jesús como Salvador Universal. El Espíritu Santo reconoce el Señorío de Cristo, nos lleva a reconocer en el Kerigma aquello que se da en Cristo muerto pero resucitado para salvarnos.
Confesar a Cristo, como Señor, representa que me sujeto a cumplir su Voluntad, que he renunciado al pecado, a la rebeldía, a los criterios y deseos egoístas, para vivir en la libertad de los hijos de Dios.

No hay don más grande del Espíritu, que haga al hombre nuevo y renueve la comunidad, que el envío y la misión. “Como el Padre me ha enviado así también los envío yo” (Jn 20, 21). Este envío se hace en un contexto en que se desea y comunica la paz. Este don de la paz, se concede a la comunidad cristiana como un don precioso que debemos transmitir y comunicar a todos los hombres. El hombre y la comunidad en el Espíritu están reconciliados consigo mismo y ahora se reconcilian con Dios.
La paz para un mundo en crisis ha de significar también capacidad de discernimiento, pues el Espíritu nunca construye la paz sino sobre la verdad y sobre la justicia.

Tarea evangelizadora
En la encíclica Evangelii Gaudium, se habla que cuando la Iglesia llama a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo que el Espíritu Santo realiza para recobrar y acrecentar la paz, el fervor y alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar en terrenos áridos (cfr. EG 9).
Los cristianos tenemos el deber de anunciar a Jesús y colaborar en su Reino sin excluir a nadie, “no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable, la Iglesia no crece por proselitismo, sino «por atracción»” (EG 14) compartiendo esa gracia de vivir en paz con su Redentor, lo que nos lleva a tener en cuenta que toda evangelización nace de un encuentro personal con Jesucristo; que continúa en un proceso discipular donde todo lo aprendemos solo del Maestro, viviendo y participando en la comunidad cristiana que tiene como corazón la Iglesia, para finalmente poder anunciar con alegría la Buena Nueva del Evangelio a todos los confines de la tierra, “Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por influjo del Espíritu Santo” (1Co 12, 3). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo.
Para entrar en unión con Cristo, es necesario haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe.
Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia para incorporarnos como hijos de Dios y poder Creer que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

El Espíritu, don supremo de Dios
Realmente el Espíritu es el Don supremo del Dios Altísimo que nos ha concedido el Señor muerto en la cruz y resucitado. Al acoger el Espíritu, ya no recibimos tan sólo los dones del Espíritu: tocamos a Dios mismo convertido en el don por excelencia, permitiéndonos vivir su propia vida, concediéndonos participar de su propia naturaleza y haciéndonos herederos de su gloriosa Resurrección.
La Iglesia propone para esta celebración, en la que culminan las fiestas pascuales y como una oración que debe prolongarse en cada uno de nuestros días, decir: “Ven, Espíritu santo, llena los corazones de tus fieles”. “Envía, Señor, tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra”. Amén.

 

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